Existía una estructura de gobiernos locales que defendieron a los campesinos contra los invasores vikingos, húngaros y musulmanes. La formaban los condes, marqueses y duques, así como todos los guerreros que habían recibido feudos y mandos. Para ayudarles tenían a sus vasallos, a los que habían distribuido feudos o tierras tenidas “en fe”. Este vasallo tenía, a su vez, otros vasallos: vasallos de vasallos (en latín vassi vassorum). De arriba abajo del sistema, al convocar cada señor a sus vasallos y acudir con ellos a la llamada de su soberano, formándose ejércitos que, al menos en teoría, reunían a todas las fuerzas vivas de la nación. En fin, todo era como si, en un ejército moderno, el Presidente de los Estados Unidos, por ejemplo, hiciera al general comandante del décimo ejército gobernador de Austria, cargo hereditario para su hijo, y como si este general dividiera la tierra entre los coroneles, que a su vez, repartieran sus dominios entre los capitanes, todo ello mientras los habitantes aceptaran este régimen por temor al desorden.
Poco a poco el propietario feudal obtiene en sus dominios o feudo derechos que, en otro tiempo, fueron los del Estado: derecho de hacer justicia, derecho de cobrar impuestos, derecho de recibir rentas. Pero este vasallo, a su vez, recibía esta tierra de un señor soberano, a quien debían su ayuda y su servicio. ¿Qué ayuda? Ante todo la ayuda en guerra. El vasallo debe servir en persona y a caballo. La guarnición del castillo debe reunirse a toque de tambor. El señor tiene derecho de alojamiento en casa de sus vasallos. En tiempos de paz, estos deben acudir a la corte señorial o real para las asambleas o curias, asistir, a su costa, a las fiestas dadas por su señor, prestarle apoyo pecuniario cuando su hijo se arma caballero o cuando su hija se casa, pagar su rescate, en fin, si lo hacen prisionero.
La jerarquía feudal no se estableció jamás siguiendo un plan. Floreció “como las ramas de un gran árbol”. Los señores eran los vasallos de otro señor. Al principio estos grandes señores dependían a su vez, del rey carolingio, dispensador de justicia, pero en el siglo X la monarquía franca está en decadencia y precisamente de la parálisis de la monarquía nace el feudalismo. Todos los atributos del Estado pasan al señor local. El rey no tiene ya más que su dominio personal, el territorio que no ha cedido como feudo.
MAUROIS, André, Obras completas II. Historia I, Barcelona, Plaza y Janés, 1968, pp. 49-53.
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